El rapto de Europa (1716) Jean Francois de Troy |
Una playa de Tiro. Las ondas acarician
ligeramente las flores silvestres, que llegan hasta las arenas. La brisa lleva
el claro sonido de risas y voces. El sol dora tiernamente la aterciopelada piel
de las doncellas que allí se divierten.
Europa, la más bella entre todas, hija
del fenicio Agenor, poderoso rey de la ciudad más celebre de esa costa
asiática, corre por la playa, danzando al compás de su propio canto y lanzando pétalos
de colores a los ágiles pies de sus compañeras.
Súbitamente, un toro blanco. Susto
general. Gritos de miedo. Fugas despavoridas al abrigo de los arbustos.
La joven Europa, sin embargo, no tiene
temor. Solo deja de jugar. Mira al animal y sonríe –sospechando vagamente, tal
vez, la presencia de Júpiter-. Después, curiosa y enternecida, se aproxima al
extraño visitante que, mansamente, se acuesta a sus pies.
Con las flores que lleva, la doncella
adorna las patas, las orejas y el dorso del toro. Rápidamente teje guirnaldas y
lo corona con ellas, murmurando palabras cariñosas. Suave y blanco es el pelo
del animal. Tiernos, sus mansos ojos embelesados. Ardiente el soplo de sus
narices.
A distancia, sus compañeras observan
el cuadro. Y poco a poco van perdiendo el miedo. Sin prisa, van saliendo de sus
escondrijos. No hay que temer –las tranquiliza la amiga-, el toro blanco es
tierno y cariñoso. Y para aseverar lo dicho, con gracia y ligereza, cabalga
sobre su lomo.
Traspone el mar con su preciosa carga
sobre los lomos y llega a la isla de Creta. Allí, en una playa encantada, se
arrodilló por fin para que la doncella descendiese. En el bello rostro de Europa
no había miedo. En sus labios rosados brillaba confiada una amorosa sonrisa. Había
entendido.
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